Después de meses de silencio te busco y te dejas encontrar. Un par de mensajes por whatsapp, y una sola llamada para fijar el lugar. No ha pasado ni un año sin escucharte pero en cuanto contestas con tu forma tan peculiar se sienten como años.
Porque me considero caballero y porque aún creo conocerte, propongo vernos en el café –personaje secundario en nuestra historia– que está en la esquina de tu casa.
Faltan cuatro días para verte e inmediatamente esos días huérfanos pasan como la mayoría en donde yo lucho por domarme, y en tu caso, la verdad ya no sé.
Llega el día y me visto como siempre quisiste que lo hiciera. Me contemplo en el espejo y me gusta lo que veo.
Manejo con música que me proteja. Manejo angustiado. Aprieto de más el volante, clavando las uñas contra la goma. Mis uñas. Están más largas de lo que me gustaría. Maldigo y luego me río. ¿Qué puta diferencia hacen unas uñas a estas alturas del partido?
Como siempre, llego antes de tiempo y desde el coche contemplo el punto de reunión. El café esta vacío. Busco lugar por las calles sitiadas por parquímetros. No veo un cajón destinado para mi pero lo malo es que aún tengo tiempo. Quisiera llegar y ya estarme yendo. Sigo manejando. Dos cuadras más allá encuentro un lugar.
Camino al café y me siento.
Prendo un cigarro e inhalo hasta el cerebro. A la angustia le sumo más angustia. Faltan veinte minutos para que empiece la tregua.
Apago el cigarro, llega el mesero, me toma la orden. Un café con chocolate belga amargo. Mi favorito. No me recuerda a ti. Ni tantito. Me recuerda a mi. Es de los pocos recuerdos que tengo de mi. De ese yo que aún no terminaba por despertar e iba por la vida palpando sombras y esquinas, tratando de adivinar la hora y el camino a la felicidad.
Otro cigarro. Saco mi teléfono celular. Trato de jugar alguno de los mundos donde me resguardaba en mi infancia. Es inútil. No me queda más que beberme mi café y tragarme a bostezos el tiempo. Ojalá nunca llegues. Eso pienso pero no terminó de pensarlo y ya me estoy arrepintiendo.
Tercer cigarro. La mezcla de café y tabaco, junto con la acidez y el volátil coctel en el estómago, me producen un agrio sabor de boca y comienzo a preocuparme por mi aliento. La idea de que se de un beso me da risa. En este momento no quiero besarte. Quizá cuando te vea querré hacerlo.
Cuarto cigarro. Giro la cabeza y te veo a lo lejos. Estás del otro lado de la calle, caminando. Pensé que traerías a los perros. Vienes sola, y tu caminar lo orquestan los cláxones y los ruidos de la ciudad. Yo siento que me muero. Que se abre el piso y me traga junto con todas las colillas de cigarro. Pero lo único que realmente pasa es que te acercas.
Nos saludamos sin abrazarnos. Hay algo que nos detiene, una línea tan delgada y fuerte como aquello que la sostiene.
Te sientas frente a mi. Te ves bien. Te ves contenta. Sigues siendo hermosa. Tus ojos verdes me observan y se que me estás comparando contra las memorias.
–Te ves bien.
–Tu también.
Y reina el silencio. Y por un momento pienso que reinará por los siglos pero escoges romperlo.
–¿Cómo están tus papás?
Tenía miedo a este tipo de preguntas que son un insulto a las palabras que las forman. Se que no te importa. Se que te vale un carajo como a mi me valen un carajo los tuyos. Ni me preguntas por mis hermanos ni te preguntaré por el tuyo. Quién por cierto no soporto y le tengo lástima.
–Siguen divorciándose. ¿Los tuyos?
–Divorciados.
Y es en ese momento que te veo bien desde que llegaste. Traes el cabello recogido, en media cola con los lentes fijos sobre tu nariz aguileña, la papada un poco más pronunciada de lo que la recordaba. Te ves como cuando menos me gustabas, como cuando sin decírtelo te rogaba que no te arreglaras así. Pero para ti los espejos siempre fueron tormento y tu belleza natural un espejismo en los ojos de los que tú en silencio llamabas locos. Yo estaba loco por ti. Ahora sólo estoy loco.
Doy gracias que no traes el cabello suelto. Ni las uñas pintadas como siempre me gustó. Sería más difícil decirte lo muy decepcionado que estoy.
Te quiero preguntar porque me recibiste en tu cama tantas veces sin realmente querer hacerlo. Se que mueres ya por alguien como alguna vez moriste por mi, entre los orgasmos de casi virgen que jurabas sentir y las manos que se aferraban a la colcha para no perderte por completo sobre ese océano de placer. Yo estaba acostado boca abajo sobre tu espalda, sorbiéndome con los oídos y ojos, todos tus jadeos y sonrisas, susurrándote al oído “eres mi puta y mi diosa”. Curioso que te molestara que te dijera diosa. ¿Por qué me tuviste ahí? Si bien sabías que aunque la jaula estuviera abierta yo jamás me escaparía.
–¿Qué nos pasó?
Por fin me atrevo. Si ya estamos aquí, que se abran de nuevo las heridas. Como lo dije, soy un caballero. Tu casa está a una cuadra, así que llegarás a lamértelas mucho antes que yo.
–Ya no tiene caso.– Me contestas.
Me dan ganas de cachetearte. De verte escupir sangre. Me siento engañado, usado. Siento que nunca hubo nada de tu lado. Pero te veo ahí sentada y en el fondo se que tienes razón. Que realmente no tiene caso. No cambia nada si yo te amé a morir y tu te dejaste. No tiene caso preguntarte si alguna vez tú me amaste hasta morir. Los meses de silencio fueron claros y estruendosos, pero por mi necesidad de mutilarme henos aquí. Yo te quiero hacer daño. Quiero verte sufrir. O por lo menos verte gatear pidiéndome perdón por hacer de un episodio de mi vida una mentira.
–¿Quieres algo?
Con la cabeza me dices que no y entiendo que te quieres ir y yo sólo quiero que te quedes si me dejas hacerte daño.
–Me dio gusto verte. Te ves bien. Salúdame a tus papás y hermanos.
Y así como llegas te vas. Te vas así de fácil porque realmente nunca llegaste. Te veo cruzar la calle y trato de desearte mal pero no puedo. El verte desaparecer por donde venias, me llena de nostalgia y entendimiento. Una vez más soy yo el que monta la tortura. Tu ya habías hablado a través del silencio.
Por un momento siento que girarás bruscamente, y con los ojos llenos de lágrimas correrás a decirme que nada es cierto y que tu vida es oscura desde que me fui. Pero ni con eso bastaría porque yo ya no te quiero. Yo solo quiero que tú me digas que me quieres para poderte decir que no te quiero, como cuando tú me lo decías con la espalda mientras dormíamos, yo empapado en deseo y tú hastiada de ser una madre para mi.
Pero ese café nunca nos lo tomamos.
Ricardo Otero Córdoba
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