Atiende en los huesos. Cadavérica hasta en su forma de moverse. Los despojos de un rostro hermoso visibles aún debajo de la piel marchita, porosa, como la gangrena de la ambición. ¿Cuántos son? Por aquí por favor. How many? Excuse me sir we don’t accept children in this establishment. ¿Cinco? Por aquí por favor. Se escurre entre las mesas repletas de turistas, el mar ruge a unas cuantas cuadras, su andar tibio y calculado, el cuerpo en tregua consigo mismo.
A veces, cuando tiene un minuto de descanso, sus ojos voltean hacia adentro y recuerdan sin misericordia. Las cámaras, los flashes, las posturas sensuales, la promesa de una vida gloriosa, la belleza triunfando simplemente por ser belleza.
Su mirada regresa, retoma el ritmo de la vida, siente el sudor cristalizarse en la espalda y da zancadas con sus piernas de zancudo mientras los clientes la siguen a sus respectivas mesas. De reojo ve, sobre la Quinta Avenida, el letrero neón al otro lado de la calle que pulsa sin cesar formando el nombre de la discoteca. This way please…
En las mesas ubicadas en la terraza de la discoteca, bajo la luna, entre el calor y la gente, la güera bailaba sin cesar. Los brazos regordetes, el cuerpo deformado por un vestido del pasado, la piel sepultada bajo una plasta de maquillaje, una piel cortada un sin fin de veces para detener el tiempo a toda costa. A su lado, una gordita con unos ojos diminutos incrustados en el rostro, bailaba alrededor de ella como un planeta, mientras la güera se daba baños de memorias cada que cerraba los ojos. Recordaba cuando era joven, viviendo al límite de la existencia, buscando en los excesos cuanta consolación encontrara.
Abrió los ojos y vio a su alrededor la juventud y la belleza aflorar, bailar, ir de mesa en mesa, ellos buscando, ellas esperando. A la güera le daba envidia pero también sentía que si estaba ahí con ellos algo de su juventud se le pegaría. Regresó en su mente a aquellos días de flashes y posees, piernas largas que terminaban en tacones, bikinis de marca, diseñadores que prometían la eternidad y la certeza de que en esta vida lo única inversión sensata es la belleza.
Su amiga buscaba su mirada mientras bailaba, le sonreía y la invitaba a celebrar la noche junto con todos los demás jóvenes que tenían toda la vida para no envejecer.
Se percató que en la mesa de a lado dos jóvenes la observaban y se reían. La describían con miradas y sonrisas burlonas, evitando verla directamente a los ojos, hasta que finalmente estallaron en una risa. Sintió el botox pulsar dentro del grosor de los labios y el contorno artificial de los ojos se contrajo nerviosamente, el rostro sudaba como una máscara que recordaba tanto a otros lo que tan desesperadamente deseaba olvidar. Uno de ellos gritó eufórico ¡seguro tiene verga!
A veces se enamora de alguno de los clientes. A esos les trata de dar la mejor mesa, les sonríe de más y también se siente más nerviosa alrededor de ellos y sobre todo, más flaca. Como si supieran no solo que se podía enamorar instantáneamente de ellos sino que también estuvo enferma del cuerpo. Pero ya no. Ya no vomitaba. Ahora comía ensalada como si no hubiera mañana.
Esta noche mira cansada. Últimamente había tenido sueños repletos de carencias. Sus padres le siguen mandado dinero, y ella les paga con mentiras: Había encontrado la felicidad en Playa del Carmen, tenía de nuevo un puñado de pretendientes y ya no estaba enferma. Las pocas fotos que les mandaba, hacía uso de la luz para darle rubor a su rostro y sanidad a su cuerpo. ¿Por qué Playa? le preguntaron muchas veces. Odio los espacios públicos desocupados, contestaba. Me dan ganas de llorar las tiendas y restaurantes y bares vacíos. Las calles ausentes, los faros alumbrando la nada.
We’ll have a table available in about twenty minutes sir. El ritmo incesante de acomodar y distribuir gente. Lo agotador de moverse sin realmente llegar a ningún lado. Cuando termina de trabajar, sino le gana el cansancio o la debilidad del espíritu, sale en busca de fiesta. Anda por las calles de Playa del Carmen, entre el barullo y la festividad que parece nunca terminar –por eso Playa del Carmen, porque los días se funden en un sábado para siempre– y algo en ella se aviva y se les aparece como espectro a los que ya están idiotizados por el alcohol u alguna otra sustancia y entonces ya no se siente una huella de agua, o un fósil enterrado y doblemente olvidado porque ellos la materializan dándole besos y metiéndole mano por los recuerdos de un cuerpo casi perfecto.
Hoy en particular se siente un poco más fuerte, un poco menos invisible.
Ya estaba acostumbrada a ese tipo de comentarios. No era nada nuevo y el grito vulgar se perdió entre la música mientras el estrobo de luces y el trago que se bebía, la hipnotizaban. Ya ni cuestionaba que hacía ahí. Sencillamente estaba y aceptaba su presencia dentro de ese lugar como algo irremediable. Su amiga seguía bailando con los ojos cerrados, encarcelada en su vestido embarrado, alzando los brazos, cruzando las manos, sola con ella misma en su momento. Sacó un cigarro y lanzó una mirada repentina a los jóvenes, mocosos pendejos, la costumbre no es antídoto para el dolor.
Su amiga la incitó con las manos nuevamente a bailar. Tomó de su trago, y se puso a bailar con ella esperando a que la noche avanzara y el alcohol fluyera y alguno de estos niños mordiera el anzuelo. Soy la bruja que chupa la juventud de los que terminan atrapados en mis garras.
Ya ni se pregunta a dónde dirigirse, siempre termina en el mismo lugar esperando reencontrarse con el destino que se olvidó de ella años atrás.
Camina entre los ríos de gente y la miran desde el anonimato que brinda la noche. A su alrededor el ruido estruendoso de la fiesta y las carcajadas provenientes de los locales poseídos por la alegría le dan un sentimiento de que uno se está perdiendo de la vida caminando por la vía secundaria.
La güera bailaba. Abría los ojos de manera esporádica, buscando ojos que la vieran no por lo que es sino por lo que fue pero las miradas se le pegaban por segundos y los gestos de disgusto lo decían todo. Mujeres y hombres la tomaban como una anomalía permitida. Qué va, pensaba. Todos se pueden ir a la chingada. Se tomó de golpe su trago y su amiga gritó extasiada, imitándola con el suyo, mientras la noche les pasaba poco a poco. En la mesa de a lado, dos despedidas de solteros se fundían en una sola, convivían, se reían y probaban los límites a la par que combatían el tedio del matrimonio.
Ya llegará, pensaba. Medía el tiempo con vistazos a la botella de tequila, a la cual apenas le habían tomado un cuarto. Se movía con su amiga y se dejaba jalar por las memorias detonadas por la música y los olores nocturnos. La vida que tanto prometía, la vida que aseguraba que si se es bello, se es para siempre y uno es bienvenido en cualquier casa o establecimiento. Se puede discriminar por todo, menos por ser bello. Se movía para no pensar, bailaba, evocaba movimientos que antes tan bien se le veían y que ahora parecían errores sobre su cuerpo. Recordaba las revistas y las portadas y los cafés y las paseadas por los parques con el perrito de moda. Habían tantas promesas de felicidad en tantas oportunidades distintas que escoger una era imposible. ¿Cuál era la correcta? El arquitecto y su piso en Polanco, el empresario y las estructuras de acero, o el magnate árabe, todos ellos hombres capaces de cumplirle todos sus sueños y borrar de tajo con una firma todas las penas de la vida.
Sigue caminando a través de zancadas, un cuerpo que flota entre la gente. Las mujeres la ven y se horrorizan, como quién ve pasar una de las terribles caras del destino y los hombres sienten una aguda punzada de nostalgia, como quién contempla una hermosa ciudad en ruinas. Por lo menos me voltean a ver, piensa.
Se dirige al Blue Parrot siendo las 2 de la mañana y la fiesta apenas comienza, así se vive, así se siente, y no importa que día es, porque es como todos los demás días, una mancha sin consecuencia en su vida. La conocen en el lugar como la Flaca y siempre la dejan pasar. Entra con prisa, hola flaca, pásale flaca, bienvenida flaca, hacía el interior del lugar.
Avanzada la noche las capacidades motoras de algunos se veían afectadas y la güera se emocionaba. Caían como moscas, se les nublaba el juicio, y alimentados por sus propias soledades y necesidades físicas, iban en busca de lo instantáneo mientras ella esperaba pacientemente.
Notó que la botella que ya estaba media vacía. Su amiga, que al parecer había encontrado todas las respuestas a la vida en su trago, se movía y se movía, girando entorno a ella, de lejos eran como dos astros opacos, y la güera buscaba y buscaba hasta que sus ojos se detuvieron sobre un chico, quién no debía tener más de treinta años y él cual la contemplaba de regreso recargado contra una pared, enmarcado por la vida; a su derecha una pareja se besaba y a su izquierda otra bailaba pegadita y en sus ojos la confusión de la borrachera se cristalizaba. ¿Mordió el anzuelo?
Ella lo invitaba a acercarse con la mirada. Pensaba: queremos lo mismo, queremos llenar esa carencia que anhela, que llama, ese deseo que se engancha cariñosamente tan solo con una probadita de amor, o la idea de la misma, la idea de un poco de placer para sobrevivir la noche, y ella sabía, sabía que le podía ofrecer el antídoto a la desesperación, que se lo podía dar como cualquiera de las otras tantas mocosas, pues ¿qué importaba la envoltura, qué importaban las heridas, qué importaban los químicos debajo de la epidermis, qué importaba nada si al final ella podía brindar lo que se buscaba? El borracho dio un paso hacía adelante.
Ven, le decía y se movía vendiéndose como la mejor opción para un postor que no está en su sano juicio. Anda ven, ven, ven.
Él la contemplaba de regreso. Inseguro, sus carencias magnificadas por el alcohol en la sangre, los ojos inyectados, la realidad licuándose en sus ojos, los sentidos desordenados. Las extremidades aún obedecían, pero obedecían tarde, las ganas como el hambre, el miedo a la propia cama que parece más abismo que cama pero sobre todo el terror a que se apague la fiesta y el mundo vuelva a perder el sentido. De pronto, la valentía torcida o la resignación, le pegaron de golpe y emprendió su camino hacia la güera.
La música le llega a la Flaca sin advertencia y de inmediato siente el calor de la gente. Busca con la mirada, motivada por el vacío que le espera en su cuarto. Americanos, europeos, latinos, mexicanos. Se acordó de aquella chica colombiana con la que se acarició hasta al amanecer. Sus ojos se fijan sobre la pista principal donde una aglomeración baila desfogando la vida. Se contorsionan y la música delinea sus cuerpos. Hay parejas y solitarios botados por doquier. Esto es Playa. Esto es la vida con todas sus posibilidades. Esto es lo que siempre quiso y lo que siempre buscó cuando en el Distrito Federal se le cayeron a pedazos los sueños y nunca se imaginó que un lugar se convertía en un paraíso cuando se podía escapar a él. Pero, ¿cuánto tiempo tienes antes de que te alcance el pasado?
Camina un poco más y aparece lo que busca. Un chico confundido y alienado, que observa la fiesta en silencio, las pupilas radiantes, como dos faros borrosos y lejanos en medio de una tormenta. Se acerca cautelosa y segura bajó las luces tenues, la obscuridad como cobijo, determinada a hacer contacto y si todo sale bien, compartir la cama con él.
Se acerca a él, piensa que es un niño perdido con ojos resplandecientes y lo saluda extendiéndole la mano y él parsimoniosamente le regresa el gesto. La flaca de inmediato se le pega como una mosca y comienza a bailarle para tratar de despertarlo. A su alrededor la gente baila y los cigarros son luciérnagas artificiales que suben y bajan dejando trazos de su vuelo en forma de fumarolas delgadas.
El borracho estaba sentado junto a la güera con una sonrisa permanente mientras la amiga, resignada, descansaba en la silla vecina con un trago en la mano y la mirada en el pasado. La güera, tenía veinticinco años una vez más y se acomodaba el cabello como quién todavía no conoce las tragedias de la vida, sonreía sin entender mucho de lo que el borracho le decía y al mismo tiempo sentía las miradas confusas sobre ella del resto de la gente alrededor.
La Flaca y el niño perdido bailan pegados. Le da ternura con esos ojitos sin rumbo. Pero en la mirada extraviada percibe los restos de una violenta confusión y se le ve en un estado catastrófico, como si su espíritu se estuviera desprendiendo poco a poco de su cuerpo. Con los brazos la Flaca lo abraza para que su existencia no se desparrame sobre la pista.
Ven, vamos por una cerveza. Te la invito.– Le dice y él, con dificultad, le pregunta su nombre y ella le dice el primero que le viene a la mente.
Sí, aquí vivo. ¿Tú?– Gritaba. La música obligaba a la güera a gritar.
Era la tercera vez que el borracho le preguntaba lo mismo en menos de quince minutos, mientras le sonreía como idiota y levantaba la mano varias veces para chocar las palmas, riéndose como un niño embobado. A ratos él la contemplaba y algo parecía no hacerle sentido pero la güera inmediatamente lo tomaba de las manos y lo jalaba hacía ella, embarrándole los senos tan expuestos, provocando su cuerpo, tratando que el deseo anulara a la razón.
¿Quieres? Le ofrecía el vaso con tequila mientras su amiga la miraba aburrida a la par que su rostro sobrevivía un terrible bostezo.
Bebió del ofrecimiento e hizo una mueca y viéndola se dejó ir contra ella buscando su boca y la güera se enganchó con él y se sintió profundamente bella porque la verdadera edad está en la piel que uno toca. Mientras se besaban a su alrededor, de entre la estruendosa música brotaron las sonrisas de quienes contemplaban semejante escena y sus amigos, a lo lejos, se morían de risa.
¡Qué asco! ¡No se la va a acabar en su cruda mañana!
Y así como brotaron las risas aparecieron los celulares destellando como estrellas lejanas y la gente le tomaba fotos a la güera quién posaba para las cámaras, comiéndose a besos a su borracho.
Toman en silencio mientras la música electrónica estalla a sus espaldas y se miran entre los pulsos sonoros, y los tímidos tragos que ambos le propinan a sus cervezas.
¿Cómo te llamas?– Ahora le pregunta ella.
Él parece pensarlo, como si también buscara el nombre más adecuado para esa noche, los ojos proyectando una mirada que parece pertenecer a otro momento en otro lugar.
Pero nunca le dijo su nombre y ella no tuvo la paciencia para ponerle uno. Decide mejor conocerlo con un beso. Le quita la cerveza y acerca los labios y prueba su boca y se da cuenta que hay un cóctel de sabores en su saliva y que no hay forma de que pueda hacerlo entrar en razón y que quizá no es la mejor idea llevárselo a la cama pero la noción de dormir sola es más preocupante que lo que fuera que hubiera ingerido su acompañante.
Después del beso el tiempo pareciera acelerarse y a su alrededor los demás cuerpos rodeándolos, como si fueran dos soles. Dos soles que realmente son dos estrellas que se estrellan por necesidad. ¿O solamente son dos estrellas muertas? Otro beso, y de nuevo ahí está el delirio de la vida acumulado en la baba ácida del niño perdido. Es como si la vida se reciclara; antes los hombres sabían a ron y puros caros, ahora saben a cerveza, drogas y cigarros. Mi vida está pegada de nuevo pero con un engomado distinto, piensa. Y luego la pregunta de nuevo, ¿llevárselo a casa o no? No quiero dormir sola. Sin pensarlo más lo toma de la mano y lo guía hacía la salida dejando atrás el incesante beat de la música como un ritual fijo en el tiempo.
Vámonos de aquí le dijo la güera. El otro acentuó felizmente resignado mientras sus amigos guardan sus celulares y regresan a lo que fuera que estaban haciendo.
Yo todavía no me quiero ir, le dijo su amiga, molesta y desilusionada, no por la escena, que se la sabía de memoria, sino por esperar algo diferente. La Güera metió la mano en su bolsa y sacó un fajo de billetes. Se los entregó y ella los tomó en silencio, al tiempo que llamó a un mesero para pedir otra botella. Se queda en las mejores manos posibles, pensó la Güera.
Salieron tomados de la mano, ella por delante abriendo paso y evitando las miradas que se le clavaban como astillas mientras se aferraba a su borracho como un enfermo se aferra a la vida. Él la siguió perdido en el estupor del momento, el cerebro padeciendo una especie de letargo, mientras luchaba en su mente por recordarla, por fijarla en el pasado inmediato.
Cruzaron la cadena, adiós güera, cuídate güera, descansa güera, y ella les sonrío sintiéndose protegida y aceptando como verdad absoluta que los juicios del hombre emanan de la ignorancia, de la falta de conocer o interesarse por conocer, las dos caras de todas las monedas.
Afuera la gente se movía en un sentido, se movía en otro, los faros iluminaban las calles y la luna, tímida, rebotaba entre las piedras, las ventanas y se colgaba de las pupilas de los transeúntes. El escenario de la vida se incendiaba como carnaval y la güera buscaba con los ojos un taxi, mientras tiraba de su acompañante.
Pensaba: Güerita estás más borrachita que de costumbre, estás más cansada de que de costumbre, estás más caliente que de costumbre. ¡Taxi! El joven se reía, algo balbuceaba, sonaba como si le dijera podrías ser mi mamá, no importaba, no escuchaba, no indagaba, buscó otro taxi, porque el primero los pasó como la suerte.
Camina como torbellino, los ojos fijos sobre el piso, la mano firme, apretando la del niño perdido. Adonde vamos, le pregunta un par de veces. No dice nada y solamente lo guía. Siente varias miradas y se percibe invisible, transparente, como una huella de agua secándose rápidamente; tan endeble que la luna hubiera sido suficiente para evaporarla para siempre. Aprieta la otra mano más fuerte, reafirmando así su permanencia en el mundo. ¿A dónde vamos?, pregunta una vez más y de nuevo la Flaca no contesta.
Finalmente se detienen frente a una casa donde le renta un cuarto a un español que tiene una debilidad por los gatos y el ajedrez.
Abre la puerta y tira de la mano del niño perdido. Suben las largas escaleras que terminan en la puerta de su habitación pasando por el segundo piso donde una luz está prendida, y al fondo, como casi siempre, su arrendador se encuentra desplomado sobre una silla con la televisión encendida y un olor necio a cigarro impregnado en el ambiente. Varias botellas de cervezas descansan a sus pies mientras un brazo le cuelga y el gato ronda alerta entre las penumbras velando el sueño de su amo.
Entran a su cuarto. La luna ilumina el campo de batalla formado por calzones y pantalones sucios, zapatos, propaganda de bares y locales, y cualquier otra cosa que inexplicablemente termina regada en nuestras vidas. Se tropieza con el bote repleto de basura del cual se desprende una toalla sanitaria teñida por una mancha carmesí ya seca y se angustia momentáneamente al sentir la vergüenza pero se tranquiliza cuando ve al niño perdido del otro lado del cuarto tambaleándose entre los cadáveres de la semana.
Siéntate, le dice la Flaca y él obedece sin ninguna resistencia, extendiendo los brazos para tratar de mantener el equilibrio. Ella lo monta viéndolo directamente a los ojos, y nota como las pupilas se expanden interminables y le prensa la cara con las dos manos para pasar a comerle la boca a besos. Después de unos minutos la ausencia de una erección la preocupa y trata desesperadamente con besos y caricias ponerlo duro. No quiere, por nada del mundo, tener que usar la boca. Quiere acabar con esto para que la abrace después.
La Güera entra a su casa y el silencio que habitaba momentos antes se revienta con el sonido de sus tacones. El borracho estaba parado detrás de ella y sonriendo como idiota al mismo tiempo que veía su celular, una mancha luminosa entre sus manos.
Pásale le dijo ella.
…mi mamá, balbuceó él siguiéndola.
Lo guío por un departamento que parecía congelado por el tiempo. Las paredes estaban tapizadas con las fotografías de una mujer joven y sumamente hermosa, con una sonrisa de esas que persiguen a los hombres por años. Eres tú, si, soy yo. No dijo más y la Güera empujando el pasado al fondo de su mente se decidió a lograr su cometido: tenerlo dentro lo más pronto posible.
Caminó como una sombra hacía la barra para servir dos tragos mientras él recorría las fotografías
¿Whiskey está bien?
Si, está bien.
Le sirvió un whiskey con agua mineral como si no hubiera mañana y para ella se sirvió un vaso de agua helado. Ya se le veía sobrio y necesitaba mantenerlo borracho, necesitaba anestesiarle los ojos carnales para abrirle los del alma, necesitaba mantenerlo ignorante de que había llegado al final de un túnel del tiempo que desembocaba en un futuro poco alentador. Le entregó el trago y se acomodó en el sillón cruzando las piernas, mostrando muslo, invitándolo a que tomara la iniciativa mientras él bebía y comenzaba a cubrirle nuevamente la mirada.
Lo besa furiosamente pero él no se inmuta. Al borde las lagrimas, se quita de encima, se arrodilla, le separa las piernas y con las manos le desabrocha el pantalón, tira fuertemente los calzones y haciendo caso omiso del agrio y espeso tufo a sudor que desprendió el movimiento, lo toma en su boca invocando con todas sus fuerzas las migajas del deseo.
La Güera estaba entre las piernas del borracho usando la lengua y los años de experiencia para endurecerlo hasta donde lo permitía su borrachera renovada. Arriba, abajo, la mano cubierta de arrugas subía al par que la boca hacía lo que tenía que hacer y poco a poco empezó a sentir como se endurecía, como dejaba escapar unos gemidos, y le echaba más ganas, no por él sino por ella. Cuando finalmente estuvo lo suficientemente duro, lo montó sintiendo toda su hombría y juventud en el falo que era la prueba infalible que el joven borracho auténticamente la deseaba. Algo dijo de un condón pero las palabras se barrieron mientras la Güera deslizaba las caderas de adelante hacía atrás, buscando regresar al pasado; el cuerpo como una máquina del tiempo.
Ahora encima de él una vez más la Flaca está tratando desesperadamente de extraer algo de placer a una erección débil. Forzando los movimientos, llevando la pelvis al extremo, esforzándose por sacar las mínimas gotas de felicidad motivada por la recompensa que le espera. El niño perdido suelta un par de gemidos, y una sonrisa se asoma en su rostro por un momento. Ella está segura que al otro lado de la puerta el gato permanece inmóvil mientras en el cuarto de abajo la televisión parpadea incesante y el español duerme soñando con un pasado donde todo era mejor.
La erección se mantuvo, incluso tomó firmeza y la güera se inundó de placer mientras contemplaba el joven rostro de quién monta sin piedad. Arreció sus movimientos, le clavó las uñas en los muslos, arqueó la espalda y le ofreció sus pechos, duros y firmes pero rancios por dentro. Siente una lengua en el pezón izquierdo y eso la la excitó.
La flaca está colgada del cuello de su niño y tiene unas inmensas ganas de llorar. Puede sentir dentro de ella como él se encoje hasta que es imposible sentir algo más allá que un pedazo de carne muerto. Termina por acostarse a su lado y buscar entre sus propias piernas el pedazo de ella que más viva la hace sentirse y entre gemidos y esfuerzo se termina con los dedos padeciendo ligeros espasmos mientras que el niño perdido le acaricia el pelo como un ciego, el miembro flácido reposando en la otra mano.
Con un largo gemido la Güera le anunció su venida al mundo. Sintió como se empapó entre las piernas y pudo confirmarlo en la mirada sorprendida de su borracho. Él seguía duro y ella quería verlo escurrir y recoger con la boca esa semilla para seguir sembrando la juventud en su vida. Bajó con los labios hasta encontrarlo y haciendo uso de toda su práctica, lo hizo estallar en su boca extrayéndole el semen pastoso y espeso que se había acumulado.
¿Me abrazas? Silencio. El niño perdido ya está deambulando en sus sueños. La Flaca constantemente tiene que recogerle los brazos para envolverse en ellos, mientras siente como sus huesos se le encajan a él. No tarda en escucharlo roncar. Un par de horas después, después de dar vueltas en su cama y odiar a su acompañante, termina por arrullarla la desesperación.
La Güera contempló a su borracho una última vez, el cual duerme sin temor de Dios con los calzones y pantalones hasta los tobillos. Pensó en meterlo a su cama pero a su edad ya no tenía esas debilidades. Apagó la pequeña lámpara sobre la mesa, se pasó los dedos rápidamente por los ojos y se pasó a retirar esperando que en la mañana, cuando salga a desayunar el borracho haya desaparecido. Se lavó los dientes y desmaquilló con lentitud. Luego se deslizó entre las sábanas y se quedó dormida al poco tiempo mientras en su cuarto la vida transcurría en silencio.
Al día siguiente un sol arde fijo sobre un cielo despejado en Playa del Carmen. De una casa sale un joven harapiento y desconcertado, aturdido por el calor y la resaca. Camina tratando de prender un cigarro mientras opuesto a él, otro joven, con la mirada irritada y la camisa arrugada camina tomando agua de una botella un poco desesperado. Cruzan la calle en sentidos opuestos; si hubieran coincidido en el tiempo, hubieran reconocido en la mirada del otro el sabor de la misma soledad en los labios.
Registo Público (INDA): 03-2014-092910214700-01