Tepoztlán

Arriba el Tepozteco, árido e inmóvil. Un monolito natural que le pareció poco atractivo y poco impresionante en su tamaño. Le daba una sensación de asimetría y desesperanza. Le recordaba a sí mismo.

La calle principal, prolongada y atiborrada, evocaba un mercado de gitanos vendiendo remedios temporales para problemas permanentes. La fotografía del aura, el buda de piedra, los aromáticos inciensos, las prendas artesanales meciéndose con el viento, los turistas cuesta abajo con cervezas en la mano.

Y él, con el corazón hecho un nudo, tratando de huir de la ciudad para encontrarse con los mismos miedos en un lugar distinto, con las mismas discusiones repetidas como rezos, el padre nuestro del dolor, el rosario de lo absurdo y ella llorando como si le faltara aire y él paralizado contemplando el inevitable final sin poder hacer nada.

La buscó con la mirada y ahí seguía ella, escogiendo abanicos en la tienda, aplazando lo inaplazable, pensando que la vida se resuelve viajando, escapando de uno mismo hacia la aventura que no es nada más que una pausa en la vida; una plegaria cebada, no por la falta de Fe, sino por la certeza de que no hay vuelta atrás, aunque se regrese por la misma carretera.

La observaba mientras prendía un cigarro. Sus ojos concentrados sobre los coloridos abanicos, apartando los que más le llamaban la atención, pensando en los colores que comparten el gusto por, como si fuera una tregua, ni tan azul ni tan rojo, porque la reconciliación es un magenta.

¿Cuándo se fue todo a la mierda? ¿Cuándo nos dimos cuenta, en el fondo, que estábamos forzando la vida? No era falta de amor, claro que no. Tampoco había secretos. Ni siquiera una traición sentimental. Simplemente había el entendimiento por ambas partes de que sus cicatrices seguían supurando y que la pestilencia de éstas no les iba a permitir nunca estar en paz.

Se prendió otro cigarro. Ella seguía hurgando entre los abanicos, como si estuviera sosteniendo el mundo con las manos. No me mira, pensaba. No me mira porque sabe que cada vez que lo hace nos desgastamos un poco más.

Pasaron dos niños sujetando una cabrita con una correa. Preguntó por el animal y le dijeron que se vendía en setecientos pesos. Les dio las gracias y los contempló mientras se perdían entre los transeúntes. Lo conmovió pensar en que cómo acabaría la vida de ese animalito.

Cuando regresó la mirada a la tienda, su novia estaba saliendo con las manos vacías.

 

 

 

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