Llegamos a Taxco cuando estaba anocheciendo. Mientras subíamos la empinada calle rumbo al hotel el cielo se iba oscureciendo borrando lentamente el pueblo empotrado sobre la montaña. Aun así, dio tiempo para que pudiera ver la belleza colonial (que término más extraño, belleza colonial, algo bello dejó la brutal colonización de México) de Taxco. En ningún momento durante el ascenso dejé de maravillarme por el paisaje haciéndoselo saber con muchas exclamaciones de asombro a mis compañeros de viaje.
Era el fin de semana de mi cumpleaños y viajaban conmigo mi novia, Mayei y nuestros amigos Javier y Ale. La emoción junto con las posibilidades se sentía infinitas y Taxco resultó ser a primera vista un lugar que había sobrepasado por completo mis expectativas (alimentadas por las imágenes que busqué en Google). Hablé de vivir ahí, de mudarnos Mayei y yo para trabajar en nuestros proyectos personales. Ella en su proyecto de educación y yo en la siguiente novela. “Podría vivir aquí para siempre, miren nada más las luces y las casas y los techos naranjas, ¡qué feeling, qué lugar!, ¿te gusta amor?, ¡no lo puedo creer!, qué tesoros tenemos en México, qué impresión” y así subimos, yo extasiado, mi novia feliz de verme feliz y mis amigos –que se veía habían tenido un combate amoroso el día anterior– me escuchaban en silencio.
Cuando se viaja se espera encontrar respuestas. ¿A qué? No lo sé y creo que depende de cada viajero encontrarlas o por lo menos entender que se busca responder. Lo que sí sé es que en ese coche los cuatro íbamos meditando acerca de lo que fuera que esperábamos encontrar en ese pueblo acomodado sobre la espalda de la montaña.
Subimos hasta el hotel Montetaxco el cual gradualmente fue rebasando toda expectativa y descansé sabiendo esto ya que cuando viajo gran parte de mi tranquilidad–porque soy víctima de las paredes y los cuartos, de la gente que lo trabaja y de la gente que lo disfruta, de la vibra, de los colores, de las posibilidades que me ofrece– proviene de sentir afinidad por el hotel y es lo primero que tengo que conocer y hacer las paces con. Disfruté inmensamente descubrirlo, me recordé a un niño, culminando el recorrido con la vista que ofrece el hotel al darme cuenta que estábamos sobre Taxco, viéndolo de lejos y sin tocarlo y sentí paz y gozo y unas ganas de quedarme ahí para siempre.
Cuando entramos en nuestra habitación imaginé la nostalgia que me produciría el recuerdo de aquel cuarto de dos camas matrimoniales, un baño con tina, televisión de alta definición, una mesa con dos sillas perfecta para escribir –aunque sabía que en el viaje no lo haría– y una puerta corrediza hacia un pequeño jardín compartido, ideal para poder fumar sin tener que hacer una travesía que se interpusiera con el tiempo limitado que disponíamos. Por cuestiones de logística sólo pasaríamos una noche en ese hotel y no pude evitar sentirme un poco triste. ¿Cómo será el otro hotel el cual ocuparíamos mañana? Esperaba de todo corazón que no me desilusionara. Nos enteramos al día siguiente –para nuestra suerte– que el segundo hotel eran unas villas al otro lado del Montetaxco.
Después de instalarnos fuimos a cenar al restaurante del hotel. Escogimos una mesa en la terraza a pesar del frío –los cuatro somos fumadores– y debo decir que la majestuosa vista valía soportar el frío. Ale y Mayei se sentaron y Javier y yo caminamos al borde de la terraza y platicamos un poco mientras me fumaba un cigarro apresurado y él me contaba lo que yo ya sabía. Ale y él habían discutido fuerte el día anterior y los retazos de aquella discusión mantenía entre ellos una distancia palpable.
Finalmente nos sentamos con nuestras respectivas parejas y platicamos. Platicamos de la vida, de los amigos, de quiénes nos roban la paz porque queremos ayudarlos y no podemos, o quizá en el fondo no queremos ayudarlos tanto. Platicamos de cómo la vida te hiere desde pequeño, y te hiere bien, y que toda una vida puede encausarse en cerrar aquella herida condicionando todo lo demás, es decir, todo lo que se construye alrededor de ella. Unos estábamos más de acuerdo con otros: yo estaba más en línea con Ale y Javier estaba en línea consigo mismo y Mayei estaba medianamente en línea conmigo, medianamente en línea con Ale y medianamente en línea con Javier.
Cenamos delicioso. Fue un pequeño banquete y mis amigos se reconciliaron en silencio, con besos y caricias y risas cómplices mientras al fondo Taxco estaba iluminado por las diminutas luces blancas y naranjas que formaban una enredadera luminosa. Pensé en los laberintos de Borges. Un laberinto resplandeciente.
En algún momento me dieron ganas de volver a tomar, en especial un mezcal, pero la decisión de no beber es más fuerte que el antojo. No lo hice. Cerramos la noche riéndonos, planeando el día siguiente, que empezaba con el partido de México contra Rusia en la Copa Confederaciones. Colgaba de nuestras miradas un cansancio abrumador.
Pagamos la cuenta y los cuatro nos fuimos a nuestra habitación a platicar un rato. Al poco tiempo Ale y Javier se fueron a dormir. Acostado en la cama, listo para soñar, recuerdo un pequeño y agudo sentimiento de angustia mezclado con emoción y tristeza de saber que estaba terminando la primera noche del viaje y que aún no conocía Taxco. La idea que al día siguiente descenderíamos por fin al pueblo y recorreríamos las calles, me emocionaba a tal grado que terminé preso absoluto del sueño. Había que adelantar las horas a como diera lugar.
La mañana llegó, repentina. A mi lado, Mayei ya estaba despierta, acurrucándose como gato contra mi pecho. Nos apuramos a alistarnos. A mí me esperaba el partido y a ella, trabajo.
Me encontré con Javier en el pasillo y nos fuimos juntos a ver el juego y a desayunar. Nuestras opciones eran limitadas al parecer, ya que el día anterior había preguntado si pasarían el partido en el restaurante y el mesero me informó que sólo lo transmitirían en el bar de la alberca. Fuimos directamente ahí. Había un grupo de hombres vestidos con camisas del mismo color y el logotipo de una empresa por lo que deduje que eran empleados de la misma y estaban en una capacitación o curso. El partido estaba previo a arrancar y de inmediato me di cuenta que era el peor escenario para ver el juego con las burlas y el cinismo hacia la selección mexicana por parte de la mayoría de estos hombres. Javier se adelantó a buscar otra opción y cuando regresó, me comentó que en el bar Freddie’s Bar, lo estaban pasando en la televisión. Faltaba ver si podíamos desayunar ahí mismo.
Subimos a Freddie’s. Un mesero se nos acercó y nos informó que con gusto podría servirnos el desayuno ahí mismo. Descansé al escuchar esto y vertí toda mi atención en el juego. México recibió un gol al poco tiempo y confieso que perdí por completo la esperanza. A pesar de la incertidumbre y de estar sufriendo el partido, entre corajes y cigarros (siempre me hizo pedazos el estómago fumar en ayunas), me divertí con Javier riéndonos mientras nos jodíamos el uno al otro. El viaje cumplía su propósito. Empezaba a sentirme pleno. Al poco tiempo cayó el gol de México y recuperé la Fe. Celebré el gol extasiado a la par que Javier se burlaba de mí; si en algo nunca hemos estado de acuerdo los dos, ha sido en mi amor por el Tri y su desprecio por el mismo.
Al poco tiempo nos alcanzó Ale y se sentó a desayunar con nosotros. A nuestro costado una pareja en sus cincuentas, veían el juego e interactuaban con Javier y conmigo, riéndose de mis comentarios y el show que montábamos. Durante el segundo tiempo subió Mayei a desayunar. Estando ya los cuatro, éramos, creo yo, felices. Terminó el juego con México victorioso, venciendo 2 a 1 a la selección local, Rusia. Nos pusimos a planear el día. Lo urgente era cambiarnos al otro hotel y tomar el teleférico hacía Taxco.
Mayei aún tenía que trabajar por lo que tuvimos que esperarla. Empecé a sentirme ansioso ya que era la una de la tarde y me urgía conocer el pueblo que llevaba viendo desde lejos toda la mañana y que el tiempo cada vez lo hacía sentirse más distante. Fui a fumarme un cigarro al cuarto de mis amigos. Regresé y ella seguía trabajando, diciéndome que diez minutos más los cuales yo sabía que eran en realidad treinta sino es que más. Aproveché para hacer nuestra maleta y rondar un poco más por el cuarto. Salí al jardín compartido a fumarme otro cigarro mientras observaba a mi novia trabajar en la mesita del jardín, afuera de nuestro cuarto. Hasta la fecha me sorprende su nivel de concentración y me aparece admirable.
Entré al cuarto nuevamente. Ella seguía trabajando y en mi celular tenía un mensaje en Whatsapp de Javier, preguntando que qué pasaba. Le contesté –porque conozco a Mayei– que en cinco minutos estaríamos terminando de empacar. Así fue. Salimos corriendo, apresurados, los cuatro conscientes de que el día envejecía y que teníamos que irnos a toda prisa.
Hicimos el checkout y nos dimos cuenta que nuestro nuevo hogar temporal (gran paradoja) estaba a menos de un kilómetro del hotel. Eran unas villas en la inmediatez del hotel. Mejor opción no pudo haber existido dadas las circunstancias.
Pensamos en caminar y dejar el coche afuera del Montetaxco pero Javier me dijo que mejor fuera por él. Le hice caso y los recogí sobre la calle. Cuando habíamos avanzado unos doscientos metros escuché un grito y por el retrovisor vi venir, a toda velocidad a un botones con algo en las manos. Era mi mochila con la laptop del trabajo y con lo que estoy escribiendo esto. Sentí un escalofrío al pensar en aquella otra realidad donde perdía la computadora.
Llegamos a las villas, pero por el momento sólo una de las dos villas que alquilamos estaba disponible. Dejamos todas las cosas en esta y regresamos en el coche al estacionamiento del Montetaxco para por fin tomar el teleférico. Eran casi la una y media de la tarde. El sentimiento de pérdida, por lo menos en mí, era peso muerto.
Entramos al teleférico, pero antes nos tomamos una selfie que subí a Instagram y que representa muy bien –a mi gusto– la esencia del viaje. Todos sonriendo, posando, ligeros. Había una clara disociación entre la vida rutinaria de cada uno y el futuro inmediato que nos esperaba dentro de la cabina del teleférico y lo que esperábamos encontrar una vez que descendiéramos. La segunda parte del viaje por fin comenzaba y yo me sentía pleno y audaz. Adentrándome de nuevo en aquel mundo secreto que se manifiesta cada que descubro nuevos lugares.
El descenso me reafirmó que siempre he padecido vértigo; me di cuenta de esto por ahí de los 25 años. Antes, el pánico al asomarse a cualquier vacío se lo atribuía a un miedo racional y padecido por todos. Contemplando como descendíamos (Taxco estaba cada vez más cerca) y arrebatándole mi mirada al paisaje para observar a mis compañeros de viaje, reafirmé lo que me venía temiendo: padezco vértigo ya que ninguno de ellos tenía una pizca de miedo en la mirada.
Continuamos descendiendo, riendo, yo exagerando mi emoción y nerviosismo, y luego Javier fantaseando con la idea de que el vagón se desplomara con nosotros adentro y si la caída nos mataría o no. De nuevo el sentimiento de livianeza y juventud. Viajar rejuvenece y nuestro comportamiento lo demostraba. Javier y Ale se movían tratando de asustarme para luego consolarme con sus risas y quietud. Taxco estaba todavía más cerca.
Bajamos del teleférico y salimos al pueblo. O desilusión. No porque no encontrara al final del viaje por teleférico la felicidad sino porque para mí pesar aún estábamos lejos del Verdadero Taxco. Del Taxco que había construido en mi mente, del que me había enamorado meses atrás en fotografías que encontré en Google y el cual me había ganado por completo después de contemplarlo desde el hotel y el teleférico. Javier sugirió caminar para acercarnos al pueblo, pero inmediatamente, por la ansiedad de llegar al Verdadero Taxco sugerí un taxi y paramos uno. Le pedimos que nos llevara a la catedral, Santa Prisca de Taxco, porque todos –sin haberlo discutido previamente– estábamos de acuerdo que era el punto de partida. El taxista nos recomendó subir hasta arriba del pueblo, al mirador que contiene al Cristo con los brazos extendidos y de ahí hacer nuestro descenso porque –Javier ya nos lo había advertido– el ascenso era casi de carácter masoquista. A todos nos pareció buena idea y nos fuimos por esas calles engañosas de doble sentido donde uno cree que no pasa ni un coche y terminan pasando dos en absoluta coordinación.
Cuesta arriba a nuestro alrededor brotaban las casas y aunque para mí aún no estábamos en el Verdadero Taxco, la vida que se desdoblaba a través de las ventanas con las casas y chozas rústicas, las mujeres y los hombres parados en sus puertas viéndonos subir y los perros mestizos husmeando el pasto verde y húmedo y vendedores con sus productos a la espalda subiendo la calle empinada con esa parsimonia tan característica de la gente de provincia en México, fueron suficiente prueba para convencerme de que me estaba acercando a él, todavía no al Verdadero Taxco pero cada vez más cerca. Y ¿qué era el Verdadero Taxco? Era el Taxco de mis expectativas, el Taxco que yo llevaba imaginando meses atrás cuando le mostraba a Mayei imágenes en la computadora haciéndonos prometer que teníamos que visitarlo.
Llegamos al mirador.
El Cristo de brazos extendidos velando a Taxco recuerda como cliché al Cristo de Río de Janeiro. La vista (muy distinta a la del hotel) es espectacular pero mi impaciencia por descender al pueblo la despojó de todo interés. Lo que más captó mi interés estando en el mirador fue un grupo de turistas liderados por un guía tomándose fotos con el Cristo de fondo. Una de las mujeres del grupo, cuando el guía le dijo que se pusiera para la foto comentó –no recuerdo exactamente sus palabras– que para ella Cristo no era una estatua, para ella Cristo era otra cosa y que estaba bien sin tomarse una foto. Me recordó a mis años de cristiano.
Aun así, aproveché la vista para identificar desde lejos los puntos que necesitaba conocer. Aquellos lugares que según yo formaban el Verdadero Taxco. Fueron tres lugares los que escogí: Santa Prisca de Taxco, el Templo del Ex convento de San Bernardino de Siena y un lugar que al parecer también era un ex convento hecho hotel cuyo nombre no recuerdo pero que de lejos evocaba en mí un profundo deseo de visitarlo.
Después de estar una media hora decidimos irnos.
Tomamos otro taxi.
El segundo taxista tenía postrado sobre el tablero del auto un cráneo que de primera instancia me pareció que le pertenecía a un perro y envolviendo este cráneo había una serpiente miniatura. Inmediatamente pensé en la Santa Muerte y recordé la historia que me contó un amigo de cómo un narco le quitó a su papá una casa justamente en Taxco. Sentí miedo. Para contrarrestarlo le pregunte por el cráneo y amablemente me explicó que era de un tejón, que se lo habían regalado y que la víbora estaba disecada y que era una víbora –otro nombre que no recuerdo– y que llegaba a crecer hasta tres metros y asfixiaba a la gente. Me relajé.
Durante el descenso lo que creía yo que era el Verdadero Taxco comenzó a manifestarse a la par que el taxista nos contaba sobre el pueblo. Nos habló de dos museos: La casa de las lágrimas y La casa Humboldt. Nos dijo –o fue lo que yo le entendí por eso cuando nos dejó justo en La casa de las lágrimas pedí entrar– que en La casa de las lágrimas estaban algunos de los instrumentos de tortura de La Santa Inquisición. La realidad es al revés. Nos dejó justo afuera de La casa de las lágrimas y pensé que tendría mi dosis de morbo.
Pagamos los 30 pesos de entrada. Mientras nos cobraba las entradas la administradora nos platicaba que aquella casa perteneció al Conde de la Cadena y después tuvo varios dueños, perteneciendo un tiempo al gobierno para luego pasar a ser nuevamente propiedad privada, y nos aclaró la duda de que no era ahí sino en la Casa Humboldt dónde estaba una larga estaca usada para sentar a las mujeres infieles en los tiempos de la inquisición; a todo esto, una niña de no más de 7 años estaba sentada a lado de ella escuchando la explicación con una mirada acostumbrada.
De ahí tomó la palabra la guía, una señora de mayor edad que la administradora y la cual permaneció en silencio durante todo el tiempo que su patrona nos daba las explicaciones de la casa antes mencionadas. De pronto, a manera muy Lynchiana, tomó una postura sería cambiando de tajo su mirada y expresión y recitando de memoria la explicación del primer cuarto donde contó la historia del primer dueño de la casa la cual dejo para otra ocasión. Lo verdaderamente interesante era qué según ella, no era poco común que los celulares tomaran fotos por si solos, o aparecieran siluetas y sombras en las imágenes tomadas con los mismos, o que los visitantes sintieran que les tocaban el cuello o les respiraban en la nuca. Vale la pena mencionar que la casa fue bautizada así por el trato inhumano que recibieron los indígenas que la construyeron. Para mí, no había cosa más tétrica que el nombre y el poder pasearse por un monumento sin duda hermoso pero construido con el sudor y sufrimiento de los menos afortunados.
Recorrimos la mansión y debo admitir que la vibra es fuerte. Se siente el peso de su historia y de la gente que murió ahí, como la penúltima dueña, la señora Bacilia, la cual vivía sola en la enorme residencia, escondiendo mucho dinero dentro de las paredes y quien fue brutalmente asesinada por ladrones. La casa hoy es un museo, con piezas prehispánicas, de la época colonial, fotografías de antiguos dueños y memorabilia de varios períodos. Fue también cuartel de Morelos, monasterio e incluso un penal juvenil.
Dos cosas me perturbaron. La primera era una pequeña estatua de un Cristo café obscuro, cuyo cuerpo está completamente vencido hacía enfrente y cuyos músculos están detallados de manera grotesca, mientras que de su cabeza cuelga una larga cabellera hecha de cabello humano y la cual aún se conserva. La segunda fue la cabeza de una virgen –no recuerdo cual de todas– que está almacenada en el cuarto secreto de la casa, dónde la vibra es más intensa. Esta cabeza se ha teñido verdosa con los años y la mirada, inclinada hacia el cielo, es suplicante y recuerda a las mujeres que se encerraron ahí para evitar ser matadas o violadas en los tiempos de guerra. Irónicamente, la mirada es de alguien que parece estar agonizando.
Nunca he encontrado paz en las reliquias y adornos católicos, de hecho, me parecen sumamente tétricos. Y la casa, poblada de estos artefactos, fue un catalizador para mí. Al final del recorrido visitamos un cuarto que en realidad es la entrada de uno de los túneles secretos de la casa. Uno de ellos se dice desemboca directamente en Santa Prisca. El cuarto contiene una mesa antigua y dos sillas y en las paredes de los costados está la entrada a lo que alguna vez fueron túneles. Estas entradas están atiborradas de objetos abandonados: pedazos de muebles, maletas viejas, fotografías desteñidas y escombros entre otras cosas y la vibra, es fuerte también. Mayei escuchó algo al fondo de la pared izquierda. La revisé con la luz de mi celular, pero no encontré nada. Ahí terminó el recorrido. Finalmente salimos a caminar por el pueblo.
Nos dirigimos hacía Santa Prisca. Estábamos a nada de la iglesia. Tomamos una bajada muy inclinada y de inmediato me sentí más cerca del Verdadero Taxco. La calle era angosta, había tiendas de plata a los costados y gente subiendo y bajando. El aire soplaba fresco y un sol amarillo ardía intenso pero el calor se mantenía soportable. Me sentí una vez más liviano. Pleno. Llegamos a la plaza principal. Había un maratón y la meta estaba frente a la iglesia. Ahora que escribo esto, siento coraje. Recuerdo que vimos a los participantes de aquella carrera desde que visitamos el mirador. Siento coraje porque la estructura montada para la carrera ensuciaba mi idea del Verdadero Taxco. También estorbaba. Había que rodearla para entrar a Santa Prisca. Para ese momento, ya con más de la mitad del viaje recorrido, tenía que escoger muy bien que lugares sugerir para visitar. La iglesia era obligatoria por muchas razones, entre ellas su belleza, aunque confieso que las iglesias para mí son altamente contradictorias. Por un lado, aprecio el arte y el trabajo y la dedicación detrás de este, así como el peso histórico y la cantidad de humanidad contenida dentro de la misma. Por el otro, percibo también toda esa otra parte que encuentro tan aterradora. Los ojos de los santos penetrantes. Vigilantes. Los Cristos siempre crucificados, siempre vencidos, siempre sangrando. Y esa inmensidad propia de las iglesias que me hace sentirme tan lejos de Dios.
Entramos los cuatro. Al poco tiempo Mayei y yo nos sentamos. Di un vistazo rápido y le comenté que estaba bonita a lo que coincidió conmigo, y luego la comparamos con la catedral en Oaxaca, donde estuvimos hace un par de meses. Después nos separamos. Mayei se levantó, persignó y se fue a recorrerla. Yo salí un momento buscando a mis amigos y vi a un anciano vendiendo dulces, cigarros, etc que los llevaba en una cajita de madera. Vi que Ale le compró algo y en su mirada vi que fue la pena lo que la motivó a hacerlo. En algún punto Mayei salió e hizo lo mismo. Pensé en lo milagroso que es que Javier y yo hayamos conocido mujeres tan nobles cuando años atrás pensábamos que nos quedaríamos solos.
Regresé a la iglesia a buscar a mi novia para irnos a comer, pero no la vi de inmediato. Recorriendo con la mirada el lugar la ubiqué al fondo contemplando el altar cuando de pronto una mancha blanca en el límite de mi visión captó mi atención. Me acerqué y vi a un perro, perrita de hecho, debajo de una de las bancas de la iglesia. Estaba muy asustada y movía la cabeza rápidamente atenta a los movimientos de la gente. Nadie más parecía verla.
Me arrodillé cerca de ella y la llamé en voz baja. Capté su atención de inmediato y poco a poco se fue acercando a mí. Extendí la mano lentamente ofreciéndole mis dedos para lo que los oliera y cuando sentí que no había riesgo de que me mordiera la acaricié. La perrita era pequeña, poco más grande que un salchicha miniatura, de pelaje blanco y parecido al de un schnauzer. Tenía las orejas bien retraídas, en posición alerta, a ratos me recordaba a una presa en media caza. Mayei se acercó y le dije que no la podíamos dejar ahí. Que se veía a leguas que era una perra de casa a pesar de no traer collar porque estaba recién bañada y con las uñas cortadas. Estaba convencido de esto y aparta algo en ese animalito me inundó de ternura aún más de lo usual. No había manera que la dejara ahí. Mayei estuvo de acuerdo conmigo.
Un grupo de personas se acercó a nosotros. Entre ellos estaba un costarricense. Todos morían de ternura por la perrita y nos alentaban a llevarla con nosotros. Pero era todo un reto para Mayei y para mí por varias razones: el viaje o el hotel para ser precisos, y que tenemos un perro en casa que odia a su propia especie y estaba también la realidad que alguien pudiera estarla buscando. Pensamos en opciones. La primera fue marcarle a la señora Silvia quien rescató a Happy (nuestra mascota) y que nos lo cuida de vez en cuando. Mayei se salió a llamarla mientras que yo me quedé con ella sin dejar de acariciarla. Cada vez temblaba menos pero todavía no me atrevía a cargarla. Tenía miedo, como siempre ha sido, no de la mordida sino del susto por la reacción inmediata y sorpresiva del perro. Por lo mismo nunca me han gustado las casas del terror y suelo enfurecerme cuando la gente me asusta.
Logré con caricias y ayuda del costarricense –quién ya se estaba animando a cargarla– que dejara de temblar por completo. Mientras escribo puedo recordar puntual la ternura y desesperación que transmitía esa perrita al haberse metido (o terminado) en una situación así sin tener la capacidad para comprenderla del todo. Aunque ya no temblaba seguía muy pendiente de la gente que pasaba y los ruidos a su alrededor. Buscaba (en mi opinión) a sus dueños. Me llegó un mensaje de Javier preguntando porque me tardaba tanto, que qué hacía, ya que nos esperaban para ir a comer. En algún punto, Mayei se quedó con ella y yo salí a contarles a nuestros amigos de la perrita y le insistí a Ale que entrara a conocerla, pero no quiso. Se encariña demasiado con los perros y quiere rescatar a todos. Ya habían pasado unos quince minutos desde que había salido a explicarles la situación y me habían dicho que tenían hambre. Me preocupé. Tenía miedo que Javier se enojara, pero como ya lo dije, no había forma que dejara a la perrita.
Silvia aceptó recibirla con la condición que nosotros pagáramos los gastos de esterilización. Hasta la fecha entiendo el porqué de esterilizar a los perros, sin embargo encuentro muy contradictorio defender a los animales y estar de acuerdo con mutilarlos. Acordamos Mayei y yo, que yo trataría de cargar y sacar a la perrita y ella buscaría una correa y collar para poder llevarla con calma. Se fue. Por mi lado, seguía con miedo a cargarla hasta que el costarricense se animó y la tomó en sus brazos. Más dócil la perrita no pudo ser. Pensé en lo fácil que es llevarse a un animal así y hacer con él lo que sea. Ese pensamiento me dio el impulso final para salir de ahí, afrontar la posibilidad de que mi amigo pudiera enojarse y cargar con la responsabilidad de la perrita. Le escribí a Javier por mensaje que se adelantaran a comer y que los alcanzábamos más tarde.
Con la perrita en brazos atravesé la iglesia. Debo admitir que me sentía bien conmigo mismo al punto de sentirme como en una película y fantasear con los pensamientos de admiración de los espectadores. Incluso salí por la entrada principal y no por la del costado que me quedaba más cerca. La realidad es que más allá de sentirme “un buen ser humano” en el fondo resonaba la satisfacción de servir a la vida misma. Y entonces realmente me sentí pleno. Sacrifiqué ver más del “Verdadero Taxco” por tratar de regresar a casa a la perrita y si aquello fallaba entonces nos la llevaríamos a la Ciudad de México y le buscaríamos casa. Saliendo hice una pequeña oración pidiéndole a Dios que me ayudara a hacer lo correcto y me abriera las puertas para lograrlo.
Ya en la plaza principal de lejos vi a Mayei. Rodeé la andadera metálica que pusieron por el maratón y cuando desemboqué en la plaza ella ya no estaba. Creo que nunca había perdido de vista a alguien tan rápido en mi vida. Con la perrita en brazos y estos muy cansados, sacar mi celular para marcarle era prácticamente una imposibilidad. No podía dejarla en el piso y arriesgarme a que se echara a correr. Una calle a la derecha, digna representante del “Verdadero Taxco”, me llamó la atención. Sentí el tirón del destino y me encaminé. Comencé a preguntarle a la gente si alguien reconocía a la perrita. Nada. Logré finalmente sacar mi celular y sostener a la perrita al mismo tiempo para hablarle a Mayei. Decidimos encontrarnos en aquella calle, la cual es larga y de apariencia infinita para ver cómo íbamos a proceder. Cada momento que pasaba, sentía más angustia por mis amigos que nos esperaban en el restaurante y por el pleito que podría surgir por lo que estábamos haciendo y de ser así como el viaje cambiaría por completo. No recuerdo si aún estaba Mayei o ya había reanudado su búsqueda por el collar y la correa, pero le pregunté a una señora si no reconocía a la perrita y me dijo que sí, que era de un niño que se llamaba Paco más arriba en la calle, a lado de unas tortas famosas. Agradecí y caminé lo más rápido que pude con los brazos casi vencidos. Necesitaba sentarme urgentemente.
Llegué a las tortas, pregunté por Paco y me dijeron que vivía en el local al costado. En el lugar correcto, pregunté de nuevo por el niño y una señora lo llamó. Me senté en una banca frente a la tienda. Finalmente salió Paco. Le pregunté si la perrita era de él. No. No es mía. Pero está muy bonita. Le conté la historia y le dije que mi situación era muy complicada, que estaba de visita por el fin de semana para celebrar mi cumpleaños y que llevarme a la perrita era algo muy difícil y que también no quería alejarla de sus dueños si la estaban buscando. Me miró y finalmente comentó que se la podía dejar. Atónito le pregunté ¿cómo? Me repitió que se la podía dejar pero que igual le preguntaría a su papá. Entró y al poco tiempo regresó a confirmarme que efectivamente se la podía quedar y buscar a sus dueños. Le pedí hablar con su papá y de nuevo se metió a su casa y en menos de un minuto salió con él. El señor se llamaba David. Me confirmó de nuevo lo que su hijo me había informado y le pregunté qué si me prometía que la cuidaría y que buscaría a su dueño a lo que me respondió que sí, que hay un grupo en Facebook, La Pulga Biónica donde la gente de Taxco publica anuncios de todo tipo. Le pregunté que en caso de no encontrar a sus dueños si podría regresar por ella y me contestó que su hijo se iba a encariñar con ella y entendí que si la entregaba no había forma de recuperarla. Le hice volver a prometerme que la cuidaría mucho y fue cuando me dijo que tenían otro perro, Chucky, al cual adoraban. Accedí en dejárselas, pero con la condición de que me permitiera entrar a conocer a Chucky y ver el espacio donde tendrían a los dos perros. Me invitó a pasar.
Para ese momento la perrita ya la traía en brazos Paco y yo realmente ya no tenía poder de decisión sobre ella. ¿Qué fue una decisión apresurada? Seguramente, pero algo de aquel padre e hijo me dio paz. Entré a la casa, la cual estaba al fondo de la tienda. Una señora estaba sentada comiendo sopa con frijoles. Chucky llegó corriendo del patio como loco. Era un puddle blanco, gordo y alegre. Estaba limpio, se le veía cuidado y las marcas de la felicidad canina eran evidentes. Sentí paz de nuevo. La perrita, a la cual Paco ya había bautizado como Lola, estaba un poco asustada en una esquina. Chucky estaba extasiado. Las bromas de papá e hijo no tardaron en aparecer. La esposa reía con ellos a carcajadas. ¡Chucky lleva 40 años sin acción! ¡Se va a volver loco! El temor de nuevo. El temor a que se cruzaran y el dolor por los cachorros aún no nacidos y el destino tan terrible que podría esperarles. Las risas ahogaban mis pensamientos a ratos. Paco, que no debe tener más de 10 años, soltaba unos comentarios de un carácter sexual avanzado y sus padres los celebraban. En especial David que estallaba de risa. Reía como loco. Como si riéndose así fuera la única forma de evitar acabar realmente loco.
Mayei me llamó para informarme que ya había conseguido la correa. Salí a encontrarme con ella. Estaba empapada de sudor y yo sentí mucha pena por todo el esfuerzo que tuvo que hacer. Pero verla agitada y sudada me llenó de orgullo el corazón. Mi guerrera peruana. Aquella que llegó triunfante, con la correa sostenida por esas manos que tanto adoro, que me dan tanta ternura y tanta paz. Le expliqué afuera la situación y entró conmigo a la casa. Platicó con la señora y David, mientras yo observaba a Chucky volverse loco por Lola y tratar de montarla. Paco le pegó ligeramente en el hocico para que la dejara en paz. Aun así, Chucky seguía moviendo la cola en éxtasis porque la vida le había sonreído enormemente después de cuarenta años caninos. Lola, por su parte estaba sentada, aún con las orejas retraídas y temblaba de nuevo. Paco subió a Chucky en una pequeña barda de no más de metro dos metros de altura y el perro estaba desesperado por bajarse, pero ni siquiera por una dama se atrevía.
Medité un poco sobre la escena y sentí que en esa casa había amor y también había honestidad. Chucky se veía cuidado y feliz. La señora mencionó que hace tiempo se les escapó un perro y que ellos sabían lo que se sentía. Más tranquilidad. Le pedí su número de celular a David para poder darle seguimiento. Me lo dio. Nos despedimos muy agradecidos y nos fuimos. A pesar del final “feliz” Mayei y yo sentíamos un vuelco en el corazón y un enorme miedo de haber hecho lo incorrecto. En cuanto pisamos la calle nos lo preguntamos en voz alta y vi en la mirada de Mayei el mismo agobio y la misma duda que yo sentía como plomo en el corazón.
¿Hicimos lo correcto? ¿Van a cruzarse Lola y Chucky? ¿Qué serán de los cachorritos? Mayei quería quedársela. El vínculo que establecimos con la perrita fue fuerte. Había una atracción hacía ese posible escenario –dónde la adoptaríamos– sobre todo porque nuestro perro ha sido muy difícil al tener ansiedad por separación y ser agresivo con los demás animales.
Alcanzamos a nuestros amigos en la terraza Del Ángel Inn Restaurante. Al otro lado, en la cima del cerro, estaba el Monte Taxco y ahora nosotros estábamos del lado del “Verdadero Taxco” sin poder tocar el hotel que tanto me gustó. El sol comenzaba a atenuarse, el aire se tornaba frío, el cielo metálico. Iba a llover. Poco a poco se fueron mallugando las nubes. En la terraza, un joven tocaba lúgubremente el violín.
Tenía quince años –lo supe después– y tocaba con la mirada sobre el piso la mayor parte del tiempo. Vestía un traje negro, camisa y corbata –no recuerdo el color–. Lo primero que hice fue fijarme en los zapatos porque tengo la manía de pensar que la vida de un hombre se refleja en sus zapatos. Si es miserable, lo puedo ver claro en su calzado. Sus zapatos me conmovieron, iban tan acorde con la música que tocaba y la expresión que portaba. Tocaba Bésame mucho, canción que siempre me ha deprimido y en su versión era inaguantable. Los demás en la mesa estaban de acuerdo conmigo.
Lo estuve observando, a la par que pensaba en la perrita y platicaba con Mayei o más bien le preguntaba nuevamente si hicimos lo correcto. Ella quería regresar por ella y llevársela a casa. Yo tenía mis dudas, tenía la esperanza de que su familia apareciera. En algún momento noté que el violinista miraba ocasionalmente a un hombre mayor que estaba recargado sobre una pared al fondo del restaurante. Estaba seguro que era su padre. Entonces, su historia se desdobló ante mí con toda claridad: El padre lo acompañaba a tocar con el afán de impulsar su carrera, pero bajo sus propios términos. Puede que esté mintiendo y no haber tenido tanta claridad y que el recuerdo esté contaminado por lo que supe después.
Su forma de tocar tan melancólica y lúgubre musicalizaban la expresión de angustia que lucíamos Mayei y yo. Daba hasta risa. Tanta, que Ale y Javier se dieron cuenta y optaron por grabarme con el puberto violinista en el fondo tocando tristemente mientras yo hablaba a cámara, exagerando para fines cómicos claramente, mi dilema. Pero el cielo gris parecía un espejo de cómo me sentía en el fondo: profundamente atormentado y conmovido por la perrita y la decisión tomada. También la historia del violinista comenzaba a colarse entre mis huesos.
Dejó de tocar justo cuando estaba parado a mi lado y aproveché para abordarlo.
Hola. ¿Cómo te llamas?
Sabat.
¿Es tu papá?
Sí, es mi padre.
¿Te acompaña a todos lados?
Sí. Tengo quince años, va conmigo a todas partes. No me deja solo. Es porque estoy chico.
¿Te molesta?
Bueno…
¿Desde hace cuánto tocas?
Pues voy para casi dos años.
¿Qué música te gusta?
Pues la clásica porque, aunque a la gente le parece aburrida tiene tantas cosas.
Estaba seguro que si le gustaba la música clásica pero su respuesta me pareció mecánica e impuesta. Su afinidad musical yacía en otra parte.
¿Y que otra?
El rock. Me gusta el rock.
¿Cómo quién?
Coldplay.
¿Te sabes alguna?
Si. Me sé varias de memoria.
¿Puedes tocar una?
Le cambió el semblante.
Empezó a tocar Viva la Vida y de inmediato nos dejó de incomodar. Se dejó ir con esa interpretación y vi los destellos de un talento crudo, de un talento natural. Me recordó a un cuento de Henrich Heine donde narra un concierto de Paganini y como su nivel de virtuosismo era tan grande que el autor juraba ver demonios a sus espaldas. Aquí no vi demonios, ni vi a un joven Paganini pero si vi a un joven con el potencial de llegar lejos. Más allá de Taxco y del Verdadero Taxco incluso.
El paisaje cambió de semblante con su versión de Viva la Vida y se fundió en un momento de celebración ahuyentando por unos minutos el pesar en mi corazón.
Casi al final de la interpretación se acercó su padre, serio y con una postura recia. Comenzó a decirme que su hijo tocaba clásica y mencionó a varios compositores entre ellos a Bach. Le di las gracias. Lo que en realidad le quería decir era que lo dejara tocar lo que quisiera. No me consta que no fuera el caso, pero la situación me recordó a la cinta “Shine”, protagonizada por Geoffrey Rush. Quizá simplemente es mi debilidad por el drama. Su padre regresó a donde estaba y pero noté que me miraba desconfiado y continuamente.
Terminó la canción y le di veinte pesos los cuales me agradeció muchísimo. Gracias señor, y aunque le había dicho que me dijera Ricardo no me hizo caso. Le recomendé a Jean Luc Ponty, lo apuntó en su celular y se fue a tocar unas mesas más allá. Su padre me lanzó una última mirada y luego siguió con los ojos a su hijo.
Llegó la comida. Poco antes de que nos sirvieran Mayei y yo habíamos acordado de ir a buscar a la perrita e intentar recuperarla. Nos quedamos más tranquilos y pudimos comer en paz. Platicamos en la mesa sobre el día, nos reímos del video con mi confesión angustiosa mientras Sabat toca el violín al fondo.
El aire arreció y la tarde se hizo aún más gris. Comenzaron a caer las primeras gotas y al poco tiempo el viento comenzó a volar cosas. Manteles, tenedores, casi se vuela una sombrilla. Parecía el aviso de la tormenta del siglo. El sentimiento de angustia y aventura se levantó con la corriente. En mi corazón sentía la emoción y tristeza de estar vivo en un mundo capaz de tener tanta belleza y a la vez tanto dolor. Sabat, la perrita, el viejo afuera de la iglesia y las otras tantas historias que no me tocó presenciar pensando que no porque no las haya visto no existen y la realización de esto reanudaba aquel sentimiento triste y agudo, pero de una innegable belleza. Somos realmente humanos cuando aceptamos la dualidad de la vida.
El clima empeoró tanto que tuvimos que correr junto con las demás mesas y meternos a la parte techada del restaurante en la azotea. El cielo relampagueaba, la lluvia azotaba las ventanas, azotaba Taxco, azotaba las mesas, azotaba a Sabat y a su padre que ya se iban cuando comenzó a llover. Vi al señor guardar las cosas, entre ellas otro traje con otra camisa y otra corbata. Cuando le pregunté al mesero por el violinista me dijo que venía desde Iguala todos los fines a tocar ahí.
Dentro del refugio temporal las voces de todas las mesas se magnificaron. Había niños jugando y gritando. Y nosotros estábamos un poco perdidos. Javier en su celular y nuestras novias platicando entre ellas. Yo contemplaba el cielo desbordarse, los truenos lejanos y sordos, el Montetaxco cubriéndose por las primeras sombras de la noche. Me sentía inquieto y triste. Recordaba a Sabat y a la perrita y el Verdadero Taxco el cual comenzaba a entender que no era la versión en mi cabeza de la calles y lugares a los cuales me aferraba. El Verdadero Taxco, lo entendí después, era otra cosa.
Fue imposible luchar contra la nostalgia que comenzaba a asomarse y las ganas que tenia de salir corriendo de ahí. Porque sabía que Sabat y todo lo que había vivido ese día se había ido para siempre. Porque sabía que había sido inmensamente feliz sin darme cuenta y que regresando lo recordaría con una filosa agudeza. Fui tan feliz asomándome –sin saberlo– al verdadero Verdadero Taxco que aún sin dejarlo, ya lo extrañaba. En algún momento Ale comenzó a contarnos su vida con el corazón en la mano. Mientras afuera el mundo parecía acabarse.
Nos habló de todo lo que vivió y que la hizo lo que ahora es ella. De sus batallas, de sus derrotas, de sus triunfos. Algunas cosas ya las sabía. Otras no. Si en ese momento la tormenta hubiera arrancado el restaurante desde sus cimientos con todos nosotros de paso, hubiéramos muerto como seres humanos. Sin máscaras, sin velos, sin ningún vestigio de falsedad. La congoja en mi corazón se fue difuminando con la historia de mi amiga. Con la lucha y lo terrible de la misma y la victoria que nunca está verdaderamente asegurada y por lo mismo es tan preciada. Siempre corremos el riesgo de regresar a ser lo que alguna vez fuimos.
Finalmente escampó. Me asomé por la venta y vi que Taxco yacía cubierto con un velo brilloso que apenas se notaba porque la noche estaba prácticamente asentada. Las luces del laberinto reaparecían una por una y con ello la calma.
Nos fuimos del lugar para buscar un bar a mi gusto y poder celebrar mi cercano cumpleaños.
Las calles olían frescas, los coches avanzaban lentamente. Recordamos ir a buscar a la perrita aunque habíamos cambiado el acuerdo y sólo queríamos ver como estaba y que siguiera en manos de David y su familia. Anduvimos los cuatro por aquella larga e interminable calle. Tardamos un poco en reconocer la casa y cuando lo hicimos, toqué la puerta. Nada. Volví a tocarla. Nada. Resignados (y aliviados en el fondo) nos fuimos en busca del bar.
Anduvimos respirándolo todo. Cada quien a su manera. Teníamos frío. Cansancio. Pero era casi mi cumpleaños y ni yo ni ellos queríamos regresarnos al hotel. Fuimos preguntando y revisando bares para encontrar uno que fuera como el de la expectativa de todos. En algún punto llegamos a una esquina con una pequeña calle al fondo, donde convergían varios negocios, una tienda de plata al centro, un bar de mezcal a la izquierda y la parte trasera de un hotel y de nuevo, lo que yo creía que era el Verdadero Taxco se manifestaba ante mí en todo su esplendor puesto que era una calle sacada de mis sueños y el primero de mis regalos de cumpleaños.
Terminamos en el Aladinos. Un bar que sirve pizzas y botanas. Nos llevó un viejito que trabajaba en la municipalidad. No había lugar en la terraza techada y el interior del restaurante estaba demasiado lleno y obscuro. Nos ofrecieron la terraza en la azotea. Como ya no llovía nos podían secar una mesa y atendernos ahí. Subimos y el lugar fue perfecto. El viejito también subió y comenzó a hablarnos de Taxco. Nos señaló la iglesia del antiguo convento y por razones que no recuerdo la conversación terminó en religión. Nos dijo que cada vez había más cristianos en Taxco. Le pregunté si él era uno. Me dijo que no. Le pregunté si le caían bien y primero pareció decirme que sí pero luego me dijo que había ido a una congregación cristiana y no le gustó porque la gente ahí se hacían novios y a él no le parecía. Me dijo que prefería el catolicismo. Le agradecimos, le dimos una propina y nos sentamos.
Para ese momento el frío era notorio y la conversación se había apagado. Platicamos poco, escuchando del celular de Mayei salsa y después el disco Private Parts and Pieces III: Antiques de Anthony Phillips. Era muy evidente que ya estábamos físicamente agotados, helados y con sueño. Terminamos de botanear y pedimos la cuenta. Conseguimos rápidamente un taxi y nos dirigimos al hotel.
Llegamos a las Villas. Nos detuvimos en la recepción a que nos entregaran las llaves de la villa faltante. Ale estaba agotada y yo asumí que nos íbamos todos a dormir. Javier protestó argumentando que era mi celebración y que como no íbamos a festejar. Decidimos jugar cartas en nuestra villa y si se animaba Ale nos alcanzaría. Mayei había guardado una botella de vino rosado en el refrigerador y yo me encargué de ir a destaparla porque en la villa no había destapador. Había que ir hasta el Montetaxco. No quise irme en el coche.
Así que emprendí mi caminata hacía nuestro antiguo hotel. Eran las once y media de la noche aproximadamente y a mi alrededor se había asentado una neblina poco espesa. Las calles empedradas estaban vacías y una vez andando me di cuenta que la caminata no iba a ser tan corta. Mientras llegábamos a las villas en el taxi había visto una jauría de perros callejeros y la idea de encontrármelos me puso nervioso pero la ironía de ser atacado por varios perros cuando horas antes habíamos rescatado a una perrita me dio risa. Aun así, caminé alerta sintiéndome observado, pero deseché la sensación culpando a la mente que tiende a hacerse bromas cuando el escenario es el correcto.
Pasé por varias casas dónde me hubiera gustado vivir. En una, justo al comienzo de mi caminata había un grupo de personas en la sobre mesa. Pensé en tocarles y pedirles el destapa corchos, pero desistí. Quería caminar. Subí la calle, pasé por el punto dónde el botones corrió con mi laptop, vi al fondo la entrada al teleférico y a la izquierda la entrada al hotel.
Dentro, sentí añoranza por aquel lugar. En especial por el cuarto donde habíamos dormido la noche anterior. Me acerque al barman de Freddie’s Bar y le pedí que me descorchara la botella. Mientras esperaba vi que entre el bar y el restaurante había una discoteca. Un grupo de mujeres entró. Me dio curiosidad y me asomé. Había poca gente sentada en las mesas, y otra poca bailando. Recordé mis épocas de soltero cuando salía a lugares así y recordé también la constante desilusión y la soledad que acompaña a la mayoría de esas salidas y como la contrarrestamos con el alcohol y buscamos cada quién a su forma un poco de compañía. El exceso es proporcional al grado de soledad.
Aquí tiene su botella. ¿Quiere el corcho?
Pensando en que Mayei los usa para decorar el departamento le dije que sí.
Emprendí mi regreso con la botella abierta. De nuevo sentí el peso de la noche y las casas me veían caminar y de los rincones oscuros sentía que cualquier cosa podía brotar, pero me encontraba en paz conmigo mismo. Sabía que había visto al Verdadero Taxco, aunque aún no lo comprendiera del todo y que lo que pensaba que iba a ser el viaje no fue y que lo que fue, fue infinitamente mejor. Mientras regresaba pensé que aún estaba de viaje y la vida y el trabajo y el miedo al fracaso se podían quedar en la Ciudad de México porque, aunque era el final, yo seguía en Taxco.
Cuando regresé a la villa ya estaban Mayei y Javier en la mesa. Fumaban. Les entregué la botella y al poco tiempo llegó Ale. Nos pusimos a jugar una versión de rumy con cartas. Fumamos como si no hubiera mañana o como dice mi Mayei, “como chino en quiebra”. Hubo momentos de mucha risa y también de silencio. Yo por mi lado estaba preocupado por Ale que se veía extenuada y estaba seria. La verdad es que moría de cansancio, quería dormirme, pero apreciaba tanto que Javier y Ale, haciendo un enorme esfuerzo por convivir, estuvieran ahí conmigo, celebrando mi cumpleaños (para esto ya habían dado las doce y me habían felicitado) y que todo fue posible por Mayei, mi adorada Mayei. Me sentía una vez más pleno. Pleno y vivo. Como hacía tiempo no me sentía.
Jugamos como dos horas y se fueron.
Mayei y yo salimos a fumar el último cigarro al balcón. Respiramos la noche. El olor a pasto fresco nos recordaba que aún la cosa no se había acabado. Recordamos a la perrita y el resto del viaje y la hablamos de nuevo de la posibilidad de vivir ahí o en Cusco por un tiempo. Queríamos un lugar lejos del mundo.
Entramos.
Me desvestí con resistencia. Sabía que el final había llegado y quería vivir en un estado perpetuo de viaje. Quería quedarme en ese fin de semana para siempre, en ese paraíso constante e interminable, donde la vida se manifestó de forma tan intensa y variada: a través de la lluvia apocalíptica y una perrita perdida, y el sol refulgente y amarillo, las tiendas de plata, la gente en movimiento, ella a mi lado y ellos de la mano y las fotos y los selfies y la guía del museo que entraba en papel y las cosas que sentíamos y que no sabíamos identificar bien. Quería la seriedad de mis amigos y su reconciliación de nuevo. Quería volver a sentirme infinito y verdaderamente feliz, aunque no lo supiera en su momento y ahora lo sepa al escribir estas palabras.
Y finalmente entendí lo que es el Verdadero Taxco. El Verdadero Taxco era aquel joven violinista y aquella perrita asustada, y los obreros que murieron construyendo la casa de las lágrimas y el anciano sosteniendo con sus manos artríticas su cajita con productos sentado a las afueras de la iglesia y todo aquello que estaba reproduciendo verdaderamente todas las caras de la vida en un pueblo construido sobre el lomo de una montaña.
Y es que el Verdadero Taxco existe porque, aunque es para siempre, tiene que terminar en algún momento. Porque el paraíso perdura justamente porque se percibe efímero y así se distancia de lo cotidiano. Así como lo perfecto no es perfecto, el paraíso no puede ser permanente y sólo dejándolo podemos saber que estuvimos en él.
Nota: David encontró a los dueños de la perrita en Facebook. Me envío un video dónde muestra como se la entregaron a la hija de su dueña. Por desgracia no lo puedo postear aquí ya que hay que pagar para poder subir el video al post.