El desierto

El calor era una paradoja. Lo estaba matando, pero a la vez le recordaba que aún no estaba muerto. Le recordaba que había que seguir adelante, aunque era de su conocimiento que aquel desierto se extendía más allá de cualquier salvación.

Caminaba lento. Le escurrían gotas por la frente y el sudor, salado y amargo, se filtraba por sus ojos y la boca, cociéndole las pupilas y amargándole aún más el trago de saliva. A lo lejos la realidad se derretía botando un humo transparente mientras que la cabeza le hervía y los labios se secaban y se cuarteaban cada vez más. También sentía que toda su piel poco a poco se iba reventando y que en unas horas más se le llagaría todo el cuerpo cuando horas antes había pensado en lo hermoso que era el desierto peruano y ahora pensaba que –perdido en medio de sus interminables dunas– no podía ser más que mortal.

En algún momento se arrancó las ropas hasta quedarse en calzones, pero rápidamente se dio cuenta que era una mala idea y fue a recuperar la camisa y los jeans, porque el calor se le pegaba como vaho a la piel y la cocinaba lentamente y tenía que protegerse. Eran, si no le fallaba el cálculo, la una de la tarde y el inclemente sol, en la cima del mundo, incineraba todo sin realmente quemarlo. Pero, ¿cuánto faltaba para que el frío inundara el desierto?

Comenzaron a aparecer las preguntas que se desprendían y regresaban como moscas a un cadáver. Una en particular volvía continuamente a postrarse una y otra vez sobre el cuerpo inerte del destino: ¿Cómo acabé aquí? Y esta lo llevaba a ver volar otras tantas. ¿De quién es la culpa? Pensaba si acaso fue su gusto por la aventura. El mismo gozo que tantas veces lo había llevado a jugar en el límite, pero nunca tan cerca de la muerte. ¿O fueron ellos? ¿Todos ellos? ¿Aquellos que, en el pasado, por sus tratos e indiferencia lo obligaron a terminar en un lugar que clamaría su vida con fuego y hielo? Porque es era lo que lo esperaba. Si sobrevivía el calor infernal terminaría por congelarse. Y como todo en su vida su muerte sería una de polos opuestos. Sonrió amargamente. Del destino no se escapa nunca, pensó.

Se miró los brazos y vio como estaban moteados de puntos rojos. Seguramente pasaba lo mismo en el cuello y la nuca. Eran horas de estar expuesto ante un calor despiadado. Con la camisa amarrada al cuello, trataba de amortiguar el daño sobre la piel, pero los brazos quedaban expuestos y la cara también. No le servía ponerse la camisa sobre la cabeza pues se sofocaba. Decidió caminar con el rostro agachado, levantando la mirada de vez en cuando para buscar un rastro de civilización o una sombra donde pudiera refugiarse e idear un plan que le lograra salvar la vida. Pero muy en el fondo sabía que todo era inútil y que sólo la suerte podría hacer algo por él. La suerte de caminar en la dirección correcta, de encontrarse con los restos de alguna estructura abandonada o con alguien que pudiera rescatarlo de aquella ordalía.

Se detuvo de repente y se cubrió la cara con la camisa. Luego, se estiró sintiendo la arena y sol sobre su rostro y el resto de su cuerpo como si alguien lo dirigiera ahí con una lupa. Pensó en las hormigas que quemó de niño y sonrió sarcásticamente. Le dolía sonreír. Sentía en la boca el sabor a hierro, el sabor a sangre. Una vez más: ¿Cómo llegué aquí? De nuevo se convenció que todos los caminos de su vida desembocaban ahí mismo donde estaba. Su irremediable situación se sentía absurda como la existencia misma. Sacó su celular y trató de prenderlo, pero el teléfono estaba hirviendo y la pantalla comenzaba a llenarse de arena.

Lo aventó con todas sus fuerzas y le asustó no escucharlo caer. Lo asustó porque era una prueba contundente de que estaba en medio de un océano arenoso. Un lugar distinto a todos los demás en los que había estado que se rige por otras reglas y dónde el tiempo no importa y termina por desaparecer. Esto fue lo que le pareció lo más terrorífico de todo. ¿Qué son cien años para este lugar? Nada. No son nada. Pensó en aquella frase y la hizo suya: Si aquí agoniza un hombre y no hay nadie para compadecerlo, ¿realmente agonizó?

Emprendió su marcha de nuevo. Fue el impulso de supervivencia porque su mente ya había cedido al calor mientras que el corazón ya había cedido a la muerte. Para ambos ya sólo quedaba esperar, sin embargo, el cuerpo pareciera que se libró de ambos y se puso en marcha.

Llevaba la camisa en las manos, –ya el contacto con la misma le ardía demasiado– y arrastraba los pies mientras sentía como le chorreaba el sudor por el cuello y también por el rostro (sin tocarse sentía que los cachetes se incendiaban, sentía que toda su cara era un globo que reventaba) y así se mantuvo caminando por un largo tiempo con una especie de sonrisa torcida tatuada sobre el rostro.

Empezó a notar que comenzaba a arrastrar los pensamientos mientras avanzaba. El cerebro se entumía y se volvía perezoso. A lo lejos el horizonte se tornaba aceitoso a causa del calor y todo se percibía inmóvil. Desorientado por completo alcanzó a pensar en la idea de un laberinto sin murallas y de nuevo sonrió amargamente.

Dio unos cuantos pasos más y se detuvo nuevamente. La arena se le pegaba cada vez más al cuerpo. Quería arrodillarse, pero la arenilla hirviendo le reveló que era una mala idea. Sintió en el cuello y rostro las futuras grietas que se convertirían en ampollas. La frustración ya bullía. Maldijo a sus padres a pesar de haberle heredado una pequeña fortuna y a sus hermanos que ellos si nunca le dieron nada y a la mujer que no lo quiso volver a querer y a los hijos que la escogieron a ella, pero más se maldijo a si mismo por estar donde estaba porque, aunque se había convencido de que era el destino, la verdad de las cosas –y lo sabía en el fondo de su ser– era que a lo que quiso llamar destino en realidad era la cobardía e incapacidad para actuar que toda su vida había padecido y de las cuales huyó entregándose a toda clase de aventuras riesgosas: Paracaídismo en Waialua, Hawai, fantaesando con la idea de que el paracaídas no se abriera, o tirándose del Bungee en la presa Verzasca (donde se filmó la escena de Bungee en Goldeneye) en Suiza, o cortando el aire con una resaca infernal en el Parapente en Canoa Quebrada en Brasil, o la vez que se subió borracho a la moto de montaña en Honey Lake, o cuando casi se revienta la cabeza en el río Futalefú, o la caída que nunca supo cómo sobrevivió –su bicicleta quedó destrozada– en la ruta de los conquistadores en Costa Rica.

Se sentía agotado. Caminaba cada vez más lento. Deteniéndose constantemente, como si subiera una montaña muy empinada. En un momento se detuvo y escupió. La saliva aún sabía amarga y la arena seguía colándose por todas partes al igual que la desesperanza. Tenía ganas de gritar, de ceder a la desesperación y mirando al cielo, reclamarle a un dios que nunca se ganó que creyera en él. Había tantas cosas que demostraban que no existía que aceptar su existencia le parecía una burla a su propia persona. Poco a poco, el calor y los pensamientos terminaron por arrullarlo y los párpados cedieron al cansancio arrollador que finalmente lo envolvió por completo.

Se despertó con una violenta sacudida. Todo el cuerpo le ardía. Se había desplomado sobre la arena y de un salto se incorporó. La sed y el calor lo trajeron de regreso, aunque la arena hirviendo ya le había cocinado un tercio del rostro, los brazos y el pecho. Comenzó a llorar amargamente. Estrujó los párpados tratando de cerrar así apagar la realidad y cuando los abrió de nuevo notó a lo lejos un punto fulgente en medio de las infinitas montañas de arena.

A unos quinientos metros una estructura abandonada, gris y amorfa, se disparaba hacía el cielo como un faro de vida. La sombra que proyectaba sobre la arena era suficientemente grande para acomodar diez personas y una palmera casi muerta crecía a su lado. El brillo que captó su atención provenía de la única ventana que aún conservaba el vidrio. La piel chamuscada y el ardor en la cara y cuello y la arena invasiva y la sed que parecía secarlo todo no fueron suficientemente fuertes para detenerlo y en un último arrebato de vida emprendió una carrera hacía aquel oasis que le había mandado el dios que horas antes no existía como una prueba irrefutable que sí lo hacía. Se terminó de desnudar mientras corría y gritaba eufórico.

Lloraba mientras avanzaba a toda velocidad y pensaba que si había una planta forzosamente había agua y un techo dónde refugiarse de la muerte. Corrió rompiendo el viento y riendo como un loco mientras agradecía a dios y le juraba lealtad toda la vida y aunque no estaba seguro a cuál de todos los dioses era el que le estaba decidiendo salvar la vida, si Allah o el Yawhe de los ejércitos entre otros tantos, de lo que si estaba seguro era que su lealtad desde ese momento en adelante sería incondicional para quién haya decidido ayudarlo.

Siguió corriendo y lo que parecía medio kilómetro ya se sentía como uno. El lugar mantenía su resplandor a lo lejos, tan real como el calor sofocante y el tenue olor a carne quemada, pero no se acercaba. No importa. Él sabía que tenía que seguir corriendo y así lo hizo. Corrió y corrió y corrió hasta que no pudo correr más y luego, corrió un poco más.

Quiénes lo encontraron conocían bien acerca de los espejismos. Aquellas ilusiones ópticas que la mente conjura, tan reales para quién las presencia como lo es el sol abrasador y que en realidad no son más que un glitch mental. En la ficción, sobre todo en las caricaturas, los espejismos o mirages en su término anglosajón son mostrados como ilusiones sumamente elaboradas. En la vida real no pasan de una palmera o un inmenso charco. Rara vez se manifiestan como algo más.

Debido al estado en el que se encontraba el cadáver (hinchado, con ampollas reventadas por todo el cuerpo), los testigos creyeron que se había muerto a raíz del calor. Ese calor incendiario que atrae a las palomillas y las vuelve locas, al punto que aletean alrededor de este hasta morir calcinadas en un momento luminoso. No fue así. Murió por la falta de sales minerales y agua en el plasma de su cuerpo rebasando la pérdida corporal por encima del tres por ciento o en términos más sencillos, murió deshidratado sobre un parche de arena igual a otros miles en el inmenso desierto peruano.

 

Ricardo Otero Córdoba

 

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