Soñé con Demetrio Stratos

Para Roberto Bolaño

Soñé que entraba a un bar en Nueva York y en una mesa al fondo estaba sentado Demetrio Stratos cantando diplofonías mientras bebía. Naturalmente el asombro me pasmó sin embargo nadie más en el lugar parecía inmutarse.

Supuse que esa escena era una cosa de todos los días en los bares de ese Nueva York de mis sueños (que ahora que revivo, se parecía o más bien, se sentía, más como una Ciudad de México, a pesar de que por la ventana destellaba Times Square y los peatones eran sombras más espesas que las que deambulan en la capital latina).

Me acerqué a su mesa. Demetrio estaba absorto, envuelto en el humo de su cigarro mientras cantaba con esa voz que nunca nadie más ha vuelto a tener en la tierra. De repente se callaba, aunque nunca entre canciones, siempre a la mitad de un verso y más que pensar en un loco, pensé en un ser iluminado (aunque es muy probable que sean la misma cosa).

Le pedí un cigarro. Me extendió la cajetilla junto con el encendedor.

–¿Qué cantas?

–La pregunta no es qué sino para qué.

Y luego me miró triste, como si supiera que estaba al final del camino y luego suspiró con los ojos en un horizonte que estaba detrás del humo y el concreto del Nueva York de México.

–¿Para qué cantas?

–Trato de hablar con Dios.

–¿Me puedo sentar?

Asintió con la cabeza y se recogió el pelo. Su rostro varonil y enigmático, estaba trabado en una expresión de quien sufre a causa de la espiritualidad. Bien decía mi padre, que en paz descanse, que vivir para el espíritu es más tormento que vivir para la carne. Por eso él, no pedía perdón ni pedía permiso.

Arrimé una silla y me senté a su lado.

Prendió otro cigarro y fumamos en silencio por unos minutos. Pero no tardó su garganta en emitir sonidos que ahora se escuchaban como grillos siendo incinerados y me parece que algo alcancé a entender. O quizá sólo fue que me hizo sentido lo recién escuchado.

–¿Para qué quieres hablar con Dios?

Giró a contemplarme. Algo tenía de gánster su mirada. Luego sonrió como un idiota y soltó una carcajada que terminó por sonar como una nota sostenida de un Moog.

–¿Quién no querría hablar con Dios?– Dijo finalmente.

Pensé: Los que le tienen miedo. Los que le deben algo. Los que no creen en él. Los que le huyen. El diablo quizá, los muertos de guerra aunque sospecho que más bien querrían gritarle. Los papás que perdieron a un hijo. Los presos inocentes. Mucha gente.

–Sólo un loco no querría hablar con Dios.– Añadió.

Me quedé callado mientras pensaba en qué le diría a Dios si pudiera hablar con él pero fue como mirar directo al sol y cerré rápido el ojo de mi mente.

Demetrio retomó el canto y yo pensé en mi padre de nuevo. En su rostro marchito y sus manos descarapeladas y como su tos al final se parecía a todo menos un canto y luego puse atención a las acrobacias vocales de Demetrio las cuales en ese instante parecían un lamento por todas las trompetas que nunca fueron tocadas.

–Yo no querría hablar con Dios.– Hasta hoy sigo sin entender por qué le dije eso.

Me miró con lo que pudo haber sido lástima o quizá fue indiferencia y luego entonó algo que sonaba muy parecido al inicio de Cometa Rossa y exclamé que a mí parecer él ya hablaba con Dios.

Se encogió de hombros y me miró como un padre mira enternecido a su hijo.

–¿Has intentado el silencio?– Me atreví, cosa rara porque yo soy tímido y además no había tomado nada esa noche.

–El silencio me da miedo. El silencio me recuerda a mi patria.

Tomó de su trago. Un trago que brillaba, como si fuera fuego líquido.

­–¿Cuál de tus dos patrias?

Sonrió resignado.

–¿Qué es la patria?

–Un castillo en el aire, le dije. Una bandera que de niño te dicen que es tuya y a la cuál veneras y le cantas, no como cantas tú, claramente, y luego la bandera es una camisa de fútbol con los colores de algunas fronteras trazadas sobre libros y monografías de seis pesos.

–Yo creo que tú estás loco. No deberías hablar tanto. Hablar empeora la locura.

Sonreí sin querer hacerlo. Afuera ya no se veían las luces de Times Square sino una tormenta de nieve, tan espesa, que parecía haberse tragado el sol.

–¿Qué tomas? Te invito otro trago.– Le dije con un cariño que crecía a pasos agigantados.

–La sangre de Ícaro­.– Me contestó socarrón.

­–¿Quién es Ícaro?

–Otro que también trató de hablar con Dios.

–¿Lo logró?

–Yo creo que alcanzó a decirle algo pero nunca pudo escuchar su respuesta.

–Eso me pone triste.

–A mí también.–  Se acabó su trago y se le iluminó la garganta como si se hubiera tragado un panal de luciérnagas (si es que las luciérnagas vivieran en panales).

–Bueno, y a todo esto, ¿qué le quieres decir a Dios?

Contestó con una serie de pulsaciones que variaban en tono. Esto es absurdo, pensé. Este hombre es en verdad un sintetizador humano. Que Dios se apiade de nosotros.

Yo creo que me escuchó porque de sus cantos (que ahora si entendí claritos), dijo “Mi voz nada tiene que ver con Dios”.

Siguió un largo mutismo de su parte.

En algún momento carraspeó.

Creo estaba llorando.

Es posible que yo también.

–¿De verdad no quieres otro trago?– En realidad quería decirle no te vayas, no te agüites, quédate acá, ahorita seguro te escucha Dios o por lo menos el Diablo.

–No me interesa hablar con el Diablo.– Dijo con los ojos puestos en la nada.

–¿Por qué no?– Le pregunté.– ¿No es más fácil llegar a Dios si primero hablas con él?

–Un cometa rossa.

–¿Mande?

–No dije nada, me contestó. No recuerdo si con palabras o con la voz.

Miré una vez más por la ventana y ahora todo era negro. Una noche sin contorno, como un hoyo negro suspendido antes de renacer en una estrella (en ese universo los hoyos negros renacían en estrellas) y dentro del bar iba y venía la gente.

Observé con más atención a los que no se habían movido de sus mesas. Dos tipos con aspecto de matones se cortaban las uñas sin decir nada, y a su lado, en otra mesa, una mujer que parecía estar hecha de papel maché tomaba de una copa vacía. Dos mesas atrás, una pareja andrógina se besaba sin tapujos y por instantes el hombre era la mujer y luego la mujer era el hombre, y frente a ellos, un hombre obeso fumaba un puro mientras comía de un plato lleno de sapos negros, a los cuales primero les arrancaba las patas y luego procedía a devorarlos vivos. Cada que se tragaba uno, le rutilaban los ojos.

–Y si Dios está aquí, ¿entre nosotros?

Esta vez no pareció escucharme y fue cuando me di cuenta que ahora reinaba un silencio absoluto que parecía entrar desde afuera.

Un mesero con aspecto de lagartija se acercó a la mesa, puso dos vasos y nos dijo que el obeso traga sapos nos los mandaba. Bueno, en realidad dijo, el señor de allá se los obsequia.

Demetrio Stratos sonrío como sonríen los ciegos, es decir, hacia dentro y se tomó el vaso de golpe. Por un momento pareció que no iba a suceder nada hasta que en un movimiento propio de un felino, se llevó las manos a la garganta como si se le hubiera atorado uno larguísimo canto en el cogote. De ahí se trepó sobre la mesa y soltó un aullido que parecían ser tres al mismo tiempo mientras se reventaban todos los vasos, copas y ventanas y desde el pasado se escuchó un mellotrón que parecía ser tocado por el mismísimo Creador de todas las cosas.

Todos ahí dentro llorábamos a excepción del hombre obeso, que ahora vomitaba sapos. Al poco tiempo, empezamos a desaparecer uno por uno, salvo el cantinero, y mientras afuera ardían las calles sin patria, alcancé a pensar, entre la tristeza y la admiración, que Demetrio Stratos, el Maestro Della Voce, por fin había logrado hablar con Dios

Ricardo Otero Córdoba

22 de Agosto 2023

2 comentarios en “Soñé con Demetrio Stratos

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